Una triste trompeta sonaba esa mañana, anunciaba el cambio que todos estaban esperando, pero que ninguno queríamos que llegase. El frío calaba los huesos, la humedad se mezclaba con el propio alma, esta se podía mascar. La melancolía del momento era evidente, cada cual recogía sus pertenencias, sin muchas certezas de que es lo que iba a suceder ahora.
Empezó a llover en aquel viejo portaaviones el cual había vivido mejores momentos, las piezas que no estaban oxidadas estaban rotas e incluso muchas de ellas ni si quiera estaban en aquella gigantesca mole de chatarra. El agua que caía dibujaba aun más gris el tono de la escena, cuando la lluvia se convirtió en algo serio fue el momento perfecto para iniciar la formación de los diferentes grupos que embarcarían hacia la costa. En ese momento sabía que todo llegaba a su conclusión, que todos los porqués no tendrían ningún valor, que mi vida solo dependería de la suerte que tuviese otro al disparar.
¿Cómo había llegado allí? En un mundo de locos, alguien como yo solo podía acabar mal. Me alisté al ejercito porque siempre soñé con tocar las nubes, tenía una gran obsesión con estas. Mi madre siempre me dijo que solo los aviadores y los locos soñaban con tocar el cielo, mi demencia me llevo a querer ser piloto.
Así que ahí estaba yo en un portaaviones esperando mi turno, como si de la cola a una atracción de feria se tratase, solo recuerdo que prefería la muerte antes de salir de ese apestoso saco de oxido, pero también recuerdo que en mi cabeza solo existía una idea, la idea de fugarme de aquel lugar y desaparecer del mundo, pero como bien me daría cuenta... Ya era muy tarde para eso.
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